domingo, 27 de diciembre de 2009

El emocionante orígen de la fiesta navideña y el Árbol Luminoso


MITOLOGÍA:
EL 25 DE DICIEMBRE CONMEMORAMOS EL NACIMIENTO DE MITRA, DEUS SOL INVICTUS
El mito se pierde en el tiempo pero parece derivar de un antiguo dios de los contratos y de la amistad indoiraní, a la par que bebe de las enseñanzas de Zarathustra tal y como harán más tarde las religiones monoteístas, verbigracia el cristianismo, islamismo y judaísmo. El culto extendióse por Persia y tras ser vencidos los piratas cilicios por Pompeyo sus legiones llevaron la nueva doctrina a Roma, donde sobre todo se practicó en el ambiente castrense e incluso llegó a ser credo oficial del estado, si acaso en forma sincrética bajo el mandato de Aureliano que la llamó religión del Sol Invictus.

Mitra nace un 25 de diciembre de un rayo de sol que incide en una roca de donde surge llevando el Gorro Frigio, una Antorcha y un Cuchillo, siendo adorado por pastores tras su advenimiento. Tras perseguir al Toro Primordial y trasladarlo en un penoso viaje hasta su cueva (Transitus) recibe la indicación por parte de un cuervo de sacrificarlo para que de su cuerpo nazcan trigo, vino y animales útiles para el hombre, lo que se conoce por Tauroctonia. Después se celebra el banquete ritual con la sangre del toro convertida en vino, tras lo que Mitra asciende a los cielos finalizadas sus enseñanzas a los hombres.

Yggdrasill, árbol del sacrificio

Yggdrasill signfica literalmente "caballo terrible" o "caballo de Odín". Cuando Odín se inmoló en el árbol para conseguir el conocimiento de las runas mágicas, se lo describe como "cabalgando" sobre el caballo en el mismo sentido en que los poetas escandinavos se refieren a la horca como a un caballo. Según esto, las luces o adornos navideños representan almas del inframundo, dadoras del conocimiento...
Un Bonus Track asociado, para los cercanos al Tarot y su sabiduría: La carta del Colgado (Arcano XII) representa la renuncia a los aspectos de este mundo, el compás de espera en búsqueda de la sabiduría... que no se obtiene sin una profunda renunciación y sufrimiento...
Entonces, este año y los venideros, más respeto al poner los adornos, nenes...

miércoles, 23 de diciembre de 2009

La Muñeca Reina, de Carlos Fuentes




Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.

II
Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina... ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.
Me buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.
La casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.
Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.
-Buenas tardes. ¿Podría decirme...?
Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.

III
En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me envía el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.
-¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
-Sí. El dueño de la casa.
Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
-Ah sí. El dueño de la casa.
-¿Me permite?...
Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:
-¿Por aquí?
La señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
-El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
-La manda saludar y...
Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.
-...y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis ojos buscan rápidamente.
-...Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.
-...¿por lo menos quince años, no es cierto...?
No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura...
-...¿usted, su marido y...?
Me mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.
-Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles...
La señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
IV
La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
-¿No podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.
La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.
-¿Para qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...
Y esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.
-Usted seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso, hacía donde está la señora...
Cierro mi libro de notas.
-Continuemos, señora.
Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del zaguán.
Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.
-Valdivia murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:
-¿Usted la conoció?
Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
-Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
-¿Qué edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
-Tendría siete años. Sí, no más de siete.
La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor...
Cierro los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido en la azotea...
Toman mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo era, señor?
-Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...
Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
-Díganos, por favor...
-El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...
No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.
-¿Cómo era, cómo era?
-Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.
Los viejos se han hincado, sollozando.
Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.
Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:
-No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.
V
Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarían este regalo.
Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el polvo.
Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.
-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.
-No, Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:
-¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.

viernes, 11 de diciembre de 2009

René Magritte, o cuando la imagen y la palabra son una misma cosa



René Magritte, este particular artista belga, ligado por amistad al núcleo duro de los surrealistas (aunque nunca se situó entre el número), pintó en algún minuto esta obra titulada Le mal du pays, expresión de la lengua francesa intraducible -en forma literal-, pero que alude al sentimiento de la nostalgia, de añorar o extrañar profundamente. Los invito a compartirla y a comentarla, ojalá también a indagar y mirar otros trabajos

Un pintor para buscar...Paul Delvaux


En mi niñez más remota -léase antes de tener edad para pre kinder-, urgueteando los tomos de "el Mundo de los Museos", de la editorial CODEX, tropecé con este creador, alguien de cuyas pinceladas brotaba la maravilla mistérica del material de mis sueños; por eso les dejo un trabajo de él y sus reflexiones, válidas también para los poetas:

"Quisiera pintar un cuadro fabuloso en el que vivir, en el que pudiera vivir. Cuando pinto, estoy en realidad en todo el cuadro [... ] Y cuando el cuadro está terminado, todo se hunde y se hunde doblemente: el cuadro se hunde y yo me hundo. Y a veces necesito tiempo para salir de nuevo a la superficie. [...] La intensidad con la que nos contamos a nosotros mismos nos obliga a esta participación total de todo el ser. Hay que hacer el cuadro con uno mismo."



Paul Delvaux, nacido en 1897, muerto en 1994

Pasajeros en Tránsito


Sí, acá estuvieron, como aves migratorias que anidaron durante todo un año, pero el próximo otoño no volverán. Han sido las oscuras golondrinas de Bécquer, las delicadas sombras que desde hoy dejarán su huella:
Felipe Letelier, el Lete, hombre de los silencios, sumido en su lectura, así se hundiera el techo sobre él.
Yasmín Merdech y su ternura a prueba de mi corrosión verbal.
Nicolás, el hombre de los mosaicos y el rostro pompeyano
Scarlet Caroca, ella en sí, un misterio, largo, muy largo de dilucidar.
Como los libros que se extravían en el estante, así los buscaremos, sabiendo que están guardados en el estante -siempre evasivo, siempre inalcanzable- de lo invisible, pero eternamente cerca y a la vez, tan lejos de la Isla...

lunes, 7 de diciembre de 2009

Para escuchar...


Si es una tarde de esas para preguntarse por el sentido, escuchen este tema de Charly García, otro oscuro, como Poe...


Dedicado con especial afecto rockero a César Coudray, que también sólo quiere ser el enfermero...
http://www.youtube.com/watch?v=0iz7zJIB6eU&feature=related

Entre Poe y Lovecraft...Chambers

http://www.youtube.com/watch?v=B_ZOkmpfa2s&feature=related

LA DEMOISELLE D'YS
Mais je croy que je
Suis descendu au puits
Tenebreux auquel disoit
Heraclytus estre Verité cachée.

Hay tres cosas que son en exceso hermosas para mí, sí, cuanto que no conozco:
El águila en el aire; la serpiente en la roca; un barco en medio de la mar; y la presencia de un hombre ante una doncella. La cabal desolación de la escena empezó a tener su efecto; me senté para enfrentar la situación y, de ser posible, evocar algún hito que pudiera ayudarme a abandonar mi presente posición. Si sólo pudiera encontrar el océano nuevamente, todo se aclararía, porque sabía que era posible ver la isla de Groix desde los acantilados.
Dejé el rifle en el suelo y arrodillándome tras una roca encendí una pipa. Luego consulté mi reloj. Eran casi las cuatro. Quizá me habría alejado bastante desde Kerselec desde el alba.
Encontrándome el día anterior en los acantilados bajo Kerselec con Goulven, al mirar los sombríos yermos donde ahora había extraviado mi camino, estas colinas me habían parecido casi tan niveladas como un prado, extendidas hasta el horizonte, y aunque sabía cuán engañosa es la distancia no me di cuenta que lo que desde Kerselec parecían meras hondonadas herbosas, eran grandes valles cubiertos de espinos y brezos, y lo que parecían piedras esparcidas eran en realidad enormes peñascos de granito.
-Es un mal sitio para un forastero -había dicho el viejo Goulven-; es mejor que se procure un guía.
Y yo le había contestado:
-No me perderé.
Ahora sabía que me había perdido mientras me estaba allí sentado fumando con el viento del mar en la cara. A cada lado se extendía el páramo cubierto de espinos florecidos, brezos y peñascos de granito. No había un solo árbol a la vista y mucho menos una casa. Al cabo de un rato, recogí la escopeta y dando la espalda al sol, me eché a andar nuevamente.
Era inútil seguir ninguno de los estruendosos arroyos que de vez en cuando se me interponían en el camino pues, en lugar de desembocar en el mar, iban tierra adentro a estanques cubiertos de juncos en las hondonadas de los páramos. Había seguido a varios, pero todos me condujeron a ciénagas o pequeños estanques desde donde las agachadizas alzaban vuelo piando y se alejaban en un éxtasis de pavor. Empezaba a sentirme fatigado y la escopeta me desollaba el hombro a pesar de estar doblemente forrada. El sol descendía más y mas, brillando a nivel de los espinos amarillos y los estanques del páramo.
Mientras avanzaba, mi propia gigantesca sombra me guiaba pareciendo alargarse a cada paso Los espinos rozaban mis polainas, crujían bajo mis pies, regaban la parda tierra con sus capullos, y los helechos se inclinaban y se estremecían a mi paso. Desde montecillos o brezales se escurrían conejos entre los helechos, y entre las hierbas de los pantanos se oía el graznido somnoliento de los patos salvajes. En una oportunidad un zorro se me cruzó furtivo en el camino y otra vez, al inclinarme a beber de un arroyuelo, una garza aleteó pesadamente desde los juncos a mi lado. Me volví para mirar el sol. Parecía tocar los bordes de la llanura.
Cuando por último decidí que era inútil seguir avanzando y que pasaría cuando menos una noche en el páramo, me tendí en el suelo completamente agotado. El sol del atardecer llegaba oblicuo y cálido a mi cuerpo, pero empezaba a levantarse viento desde el mar y sentí que el frío me mordía a través de mis húmedas botas de caza. Altas en el cielo las gaviotas trazaban círculos y ondulaban como trocitos de papeles blancos; desde algún marjal distante llegó el canto de un sarapito solitario. Poco a poco el sol se hundió tras el llano y el resplandor crepuscular tiñó de rubor el cenit. Vi el cielo cambiar del más pálido de los oros al rosa y luego a fuego abrasador. Nubes de jejenes danzaban a mi alrededor, y alto en el aire calmo un murciélago se zambulló y alzó vuelo. Empezaron a cerrárseme los ojos. Entonces, cuando trataba de despabilarme, un súbito crujido entre los helechos me sobresaltó. Abrí los ojos. Un gran pájaro se estremecía en el aire sobre mi cara. Por un instante me quedé mirando fijo incapaz de movimiento; entonces algo saltó a mi lado y se metió entre las malezas y el pájaro ascendió, giró y se fue en dirección de los helechos.
En un instante estuve de pie atisbando entre los espinos. Desde un grupo de brezos en las cercanías llegó el ruido de una refriega. Avancé con la escopeta apuntada, pero cuando llegué al brezal bajé el arma y me quedé inmóvil en silencioso asombro. En tierra yacía una liebre muerta y sobre la liebre se erguía un magnífico halcón con un espolón clavado en el cuello de la criatura y el otro firmemente plantado en su flanco inerte. Pero lo que me asombró no fue la mera visión del halcón posado en su presa. Había visto eso más de una vez. Fue que el halcón tenía una especie de lazo en ambos espolones, y de ellos colgaba un trocito de metal redondo como un cascabel. El ave volvió y clavó el curvo pico en su presa. En el mismo instante, pasos apresurados sonaron entre los brezos, y apareció una joven en el refugio. Sin dirigirme una mirada siquiera avanzó hacia el halcón, y pasándole la mano enguantada cubrió con una pequeña capucha la cabeza del ave y sosteniéndola en el guantelete, se inclinó para recoger la liebre.
Pasó una cuerda en torno a las piernas del animal y ajustó su extremo a la correa de su cinturón. Luego se dispuso a desandar su camino por el refugio. Al pasar junto a mí, me quité la gorra, y ella reconoció mi presencia con una inclinación apenas perceptible. Tanto había sido mi asombro, tan hondamente sumido en admiración ante la escena que tenía ante los ojos, que no se me había ocurrido que aquí estaba mi salvación.
Pero mientras se alejaba, advertí que si no quería dormir en el páramo ventoso esa noche, debía recuperar el habla sin demora. Cuando pronuncié mis primeras palabras, ella vaciló, y al ponérmele por delante, me pareció que sus hermosos ojos revelaban temor. Pero cuando le expliqué humildemente el desagradable apuro en que me encontraba, su cara se ruborizó y me miró con asombro.
-¡No habrá usted venido de Kerselec! -repitió.
Su dulce voz no tenía la menor huella de acento bretón ni ningún otro que yo conociera, sin embargo tenía
algo en él que me parecía haber oído antes, algo extraño e indefinible, como el tema de una vieja canción.
Le expliqué que era americano, que no estaba familiarizado con Finistérre y que estaba cazando allí para satisfacer mi afición.
-Un americano -repitió ella con los mismos extraños tonos musicales-. Nunca antes había visto a un americano.
Se mantuvo en silencio por un momento; luego mirándome, dijo:
-Si caminara durante toda la noche no podría llegar a Kerselec ahora, ni siquiera si tuviera un guía. Sí que era ésta una buena noticia.
-Pero -empecé-, si sólo pudiera encontrar la choza de algún campesino para conseguir algo de comer y abrigo.
El halcón en su muñeca aleteó y sacudió la cabeza. La joven le alisó el lustroso dorso y me miró.
-Mire a su alrededor -dijo con gentileza-. ¿Puede ver el fin de estos páramos? Mire al norte, al sur, al este, al oeste. ¿Puede ver algo que no sean yermos y helechos?
-No -le respondí.
-El páramo es salvaje y desolado. Es fácil entrar en él, pero a veces los que entran no lo abandonan nunca. No hay chozas de campesinos por aquí.
-Bien -dije-, si me indica usted en qué dirección está Kerselec no me exigirá mañana más tiempo que el que me exigió venir.
Volvió a mirarme casi con expresión de piedad.
-Ah -dijo-, venir es fácil y exige horas; volver es diferente... y puede exigir siglos.
La miré asombrado, pero decidí que no entendía lo que había dicho. Entonces, antes que yo tuviera tiempo de hablar, cogió un silbato de su cinturón y lo hizo sonar.
-Siéntese y descanse -me dijo-; ha recorrido una larga distancia y está fatigado. Se recogió las faldas plisadas y haciéndome señas de que la siguiera se abrió camino graciosamente entre los espinos hasta una roca plana entre los helechos.
-Estarán aquí en seguida -dijo, y sentándose en un extremo de la roca, me invitó a sentarme en el otro. La luz crepuscular empezaba a menguar en el cielo y una estrella solitaria titilaba débilmente en la niebla rosada. Una larga saeta aleteante de aves acuáticas se dirigía hacia el sur sobre nuestras cabezas, y desde las ciénagas nos llegaba el llamado de los chorlitos.
-Son muy hermosos... estos páramos -dijo serenamente.
-Hermosos, pero crueles con los forasteros -le respondí.
-Hermosos y crueles -repitió con aire de ensueño- Hermosos y crueles.
-Como una mujer -dije estúpidamente.
-Oh -exclamó reteniendo un instante el aliento, y me miró. Sus ojos oscuros se encontraron con los míos y me pareció enfadada o asustada.
-Como una mujer -repitió en voz queda-. ¡Qué crueldad decir una cosa semejante! -Luego, al cabo de una pausa, como si hablara en alta voz consigo misma:- Qué crueldad de su parte decir cosa semejante. No sé qué clase de disculpa ofrecí por mi tonta aunque inofensiva observación, pero sí sé que parecía tan perturbada, que empecé a pensar que había dicho algo terrible sin saberlo, y recordé con horror los abismos y las trampas que la lengua francesa tiene para los extranjeros. Mientras intentaba darme cuenta de lo que podría haber dicho, a través del páramo llegó un sonido de voces y la joven se puso de pie.
-No -dijo con una huella de sonrisa en la cara pálida-, no aceptaré sus disculpas, monsieur, pero tengo que probar que se equivoca y esa será mi venganza. Mire. Allí vienen Hastur y Raoul.
Dos hombres se destacaban en el crepúsculo. Uno llevaba un saco sobre los hombros y el otro, un aro por delante como un camarero lleva una bandeja. El aro estaba ajustado con correas a sus hombros y en el círculo había posados tres halcones encapuchados que tenían campanillas tintineantes. La joven avanzó hacia el halconero y con un veloz movimiento de la muñeca, trasladó su halcón al aro donde se posó entre los compañeros que sacudieron las cabezas encapuchadas y erizaron sus plumas hasta que sus pihuelas con cascabeles resonaron nuevamente. El otro hombre avanzó e inclinándose respetuosamente cogió la liebre y la dejó caer en el saco de caza.
-Estos son mis piqueurs -dijo la joven volviéndose hacia mí con gentil dignidad-. Raoul es un buen halconero y algún día lo haré grand veneur. Hastur es incomparable.
Los dos hombres silenciosos me saludaron con respeto.
-¿No le había dicho, monsieur, que le probaría que se equivoca? -continuó-. He, pues, aquí mi venganza:
tenga usted a bien que le ofrezca alimento y albergue en mi propia casa.
Antes que pudiera responderle, habló con los halconeros, que instantáneamente se pusieron en camino por el brezal, y haciéndome un gracioso ademán, ella los siguió. No sé si le hice entender cuán profundamente agradecido me sentía, pero ella parecía escucharme con agrado mientras andábamos entre el brezal bañado de rocío.
-¿No está muy cansado? -me preguntó.
En su presencia había olvidado por completo mi fatiga y así se lo dije.
-¿No le parece que su galantería es algo anticuada? -preguntó; y cuando yo la miré confundido y humillado, añadió tranquilamente-: Oh, me agrada, me agrada todo lo anticuado, y es delicioso oírlo decir cosas bonitas.
El yermo a nuestro alrededor estaba muy silencioso ahora bajo la fantasmal sábana de niebla. Los chorlitos ya no llamaban; los grillos y todas las criaturas minúsculas callaban a nuestro paso, aunque me parecía que empezaban otra vez muy lejos a nuestras espaldas. Bastante por delante los dos altos halconeros iban a largos pasos entre el brazal, y el ligero tintineo de los cascabeles de los halcones llegaban a nuestros oídos como tañidos distantes.
De pronto un espléndido perro de caza saltó de entre la niebla por delante, seguido de otro y otro más, hasta que media docena de ellos brincaban y saltaban en torno a la joven a mi lado. Ella los acariciaba y los tranquilizaba con su mano enguantada, y les hablaba con aquellos extraños términos que recordaba haber leído en viejos manuscritos franceses. Entonces los halcones en el aro que llevaba el halconero por delante, empezaron a batir las alas y a gritar, y desde algún sitio invisible vinieron flotando por el páramo las notas de un cuerno de caza. Los perros se alejaron saltando delante de nosotros y se desvanecieron en el crepúsculo, los halcones aletearon y chillaron
en su percha y la joven, siguiendo la canción del cuerno, empezó a cantar. Su voz sonó clara y dulce en el aire de la noche

Chasseur, chasseur, chassez encore,
Quittez Rosette et Jeanneton,
Tonton, tonton, tontaine, tonton,
Ou, pour rabattre, dès l'aurore,
Que les Amours soient de planton,
Tonton, tontaine, tonton.

Mientras escuchaba su encantadora voz, una masa gris que pronto hízose más distinta surgió frente a
nosotros, y el cuerno resonó alegremente entre el tumulto de los perros y los halcones. Una antorcha brilló junto a un portal, una luz llegó desde la puerta abierta y subimos a un puente de madera que temblaba bajo nuestros pies y se elevaba crujiente y tenso tras de nosotros al cruzar el foso y entrar en un pequeño patio de piedra enteramente rodeado de muros. Por una puerta abierta vino un hombre que se inclinó en señal de saludo y ofreció a la joven a mi lado una copa.
Ella cogió la copa, la rozó con los labios y luego, bajándola, se volvió hacia mí y me dijo en voz baja:
-Sea bienvenido.
En ese momento uno de los halconeros vino con otra copa, pero antes de alcanzármela, se la ofreció a la joven, que probó su contenido. El halconero hizo ademán de cogerla, pero ella vaciló un instante y luego, avanzando hacia mí, me la ofreció de su propia mano. Sentí que era éste un acto de extraordinaria gracia, pero no sabiendo muy bien qué se esperaba de mí, no la llevé a mis labios de inmediato. La joven se puso roja. Vi que debía actuar de prisa.
-Mademoiselle -tartamudeé- un forastero al que ha salvado usted de peligros que quizás él nunca conozca del todo, vacía esta copa a la salud de la más gentil y encantadora anfitriona de Francia.
-En su nombre -murmuró ella persignándose mientras yo vacilaba la copa. Luego, entrando por la puerta, se volvió hacia mí con un bonito ademán y tomando mi mano en las suyas, me condujo a la casa diciendo una y otra vez:
-Es usted bienvenido, muy bienvenido por cierto, al Cháteau d'Ys.

II

Desperté a la mañana siguiente con la música del cuerno en los oídos, y saltando del antiguo lecho, me dirigí a una ventana con cortinas en la que la luz del sol se filtraba a través de pequeños paneles profundamente montados. Cuando miré al patio abajo, el cuerno calló. Un hombre que podría ser el hermano de los dos halconeros de la víspera, estaba en medio de una jauría de perros de caza. Llevaba amarrado a las espaldas un cuerno curvo y en la mano tenía un largo látigo. Los perros aullaban y gemían a su alrededor con prevención; en el patio amurallado también pateaban caballos.
-¡Montad! -gritó una voz en bretón, y con estrépito de cascos los dos halconeros, con halcones en las muñecas, entraron cabalgando al patio en medio de los perros. Entonces oí otra voz que me hizo palpitar el corazón:
-Piriou Louis, lleva a los perros y no escatimes látigo ni espuela. Tú, Raoul y tú, Gastón, cuidad de que el epervier no se comporte como un niais, y si a vuestro juicio resulta mejor, faites courtoisie à l'oiseau. Jardinier un oiseau como el mué que lleva Hastur en la muñeca no es difícil, pero a ti Raoul puede que no te sea tan fácil gobernar a ese hagard. La semana pasada en dos ocasiones se irritó au vif y perdió la beccade aunque está acostumbrado al leurre. El ave actúa como un estúpido branchier. Paître un hagard n'est pas si facile.
¿Soñaba yo acaso? El viejo lenguaje de halconería que había leído en manuscritos amarillos... el viejo francés olvidado de la Edad Media sonaba en mis oídos mientras los perros aullaban y las campanillas de los halcones servían de acompañamiento a los cascos de los caballos. Ella volvió a hablar otra vez la dulce lengua olvidada:
-Si prefieres llevar el longe y dejar tu hagard au bloc, Raoul, no pondré reparos; porque sería una lástima estropear el deporte de un día tan bello como un sors mal adiestrado. Quizá me apresuré demasiado con el ave. Exige tiempo llegar à la filière y a los ejercicios d'escap.
Entonces el halconero Raoul hizo una inclinación desde sus estribos y replicó:
-Con el beneplácito de Mademoiselle, conservaré el halcón.
-Ese es mi deseo -respondió ella-. Conozco halconería, pero tú tienes muchas lecciones que darme aún sobre Autoursede, mi pobre Raoul. Sieur Piriou Louis, montad!
El cazador pasó veloz bajo una arcada y volvió al instante montado en un vigoroso caballo negro, seguido de un piqueur también montado.
-¡Ah! -exclamó ella regocijada-. ¡Rápido Glemarec René! ¡Rápido! ¡Apresuraos todos! ¡Haced sonar el cuerno, Sieur Piriou!
La música argentina del cuerno de caza colmó el patio, los perros atravesaron el portal y los cascos de los caballos resonaron en las piedras del patio; fuerte en el puente, apagados de pronto, perdidos en los brezales y los helechos del páramo. El cuerno sonó más y más distante hasta que fue tan débil que el súbito canto de una alondra que alzaba vuelo lo apagó en mis oídos. Oí la voz abajo que respondía a un llamado desde dentro de la casa.
-No lamento la cacería, iré en otra ocasión. ¡Cortesía para el forastero, Pelagie, recuérdalo!
De la casa llegó una débil voz trémula:
-Courtoisie.
Me desnudé y me froté de la cabeza a los pies en la enorme tina de cerámica llena de agua helada sobre el suelo de piedra al pie de mi lecho. Luego busqué mis ropas. Habían desaparecido, pero sobre un banco había un montón de ropas que examiné con asombro. Como las mías habían desaparecido, me vi obligado a vestirme con el atuendo evidentemente dejado allí para que yo lo usara mientras mi ropa se secaba. Todo, estaba allí, gorra, calzado y una casaca de caza de tejido doméstico gris plateada; pero el vestido que se me ajustaba a la perfección y las botas sin costuras pertenecían a otro siglo; recordé el extraño atuendo de los tres halconeros en el patio. Estaba seguro que no era la vestidura moderna de sitio alguno de Francia o de Bretaña; pero sólo cuando me vi en un espejo entre las ventanas advertí que estaba vestido con un traje de caza de la Edad Media y no como un bretón de la actualidad. Vacilé y cogí la gorra. ¿Bajaría con tan extraña vestimenta? No parecía haber otro remedio, pues mis prendas habían desaparecido y no había campana en la antigua cámara con qué llamar a un criado, de modo que me contenté con quitar una pequeña pluma de la gorra, abrí la puerta y bajé.
Junto al hogar en una gran estancia al pie de las escaleras, una vieja bretona estaba sentada hilando en una rueca. Me miró cuando yo aparecí y, sonriendo francamente, me deseó salud en lengua bretona, a lo cual le respondí risueño en francés. En el mismo instante apareció mi anfitriona y devolvió el saludo con una gracia y dignidad que me sobrecogió el corazón. Su adorable cabeza de oscuros cabellos rizados se coronaba de un tocado que tranquilizó toda duda acerca de la época de mi propio atuendo. Su esbelta figura resaltaba con exquisitez en el traje de caza de hilado doméstico bordado de plata y en la mano enguantada llevaba a uno de sus halcones favoritos. Con perfecta simplicidad me cogió la mano y me condujo al jardín del patio, y sentándose a una mesa, me invitó a hacer lo mismo a su lado. Entonces me preguntó con su suave y extraño acento cómo había pasado la noche y si me incomodaba llevar el atuendo que la vieja Pelagie había puesto en mi habitación mientras yo dormía. Vi mis propias ropas y calzado secándose al sol junto al muro del jardín y las detesté. ¡Qué espanto eran en comparación con la graciosa vestimenta que ahora llevaba! Se lo dije riendo, pero ella estuvo de acuerdo conmigo muy seriamente.
-Las tiraremos -dijo con voz serena. Con asombro intenté explicarle que no sólo no concebía recibir ropas de nadie, aunque quizá fuera costumbre de la hospitalidad en ese sitio del país, pero que ofrecería una figura inaceptable si volvía vestido como lo estaba en aquel momento.
Ella rió y sacudió su bonita cabeza diciendo algo en francés antiguo que no entendí, y en ese momento Pelagie salió trotando al patio con una bandeja en la que había dos cuencos de leche, una hogaza de pan blanco, fruta, un plato de panales con miel y un frasco de vino de subido color rojo.
-Ya ve, no había todavía roto mi ayuno porque deseaba que comiera usted conmigo. Pero estoy hambrienta -dijo con una sonrisa.
-¡Antes moriría que olvidar una sola palabra de lo que acaba de decirme! -espeté con las mejillas ardientes-. Me creerá loco -añadí para mí, pero ella me miró con ojos resplandecientes.
-¡Ah! -murmuró-. Entonces monsieur conoce todo lo que hay por conocer de la caballerosidad...
Se santiguó y partió el pan; yo me quedé sentado mirando sus blancas manos sin atreverme a alzar mis ojos a los suyos.
-¿No come? -me preguntó-. ¿Por qué parece tan turbado?
¡Ah! ¿Por qué? Ahora lo sabía. Sabía que daría la vida por rozar con mis labios esas palmas rosadas; comprendía ahora que desde el momento en que miré sus ojos oscuros allí en el páramo la noche antes la había amado. Mi súbita gran pasión me dejó sin habla.
-¿No se siente usted cómodo? -me preguntó.
Entonces, como un hombre que pronuncia su propia sentencia le respondí en voz baja:
-No, no me encuentro cómodo porque la amo. -Como permaneció imperturbable y no me contestó, el mismo impulso movió mis labios a mi pesar y dije:- Yo, que soy indigno del menor de sus pensamientos, yo, que abuso de su hospitalidad y devuelvo su gentil cortesía con audaz presunción, la amo.
-Yo lo amo a usted. Sus palabras me son caras. Lo amo.
-Entonces la ganaré.
-Gáneme -me contestó.
Pero todo ese tiempo había estado sentado en silencio con la cara vuelta hacía ella. Y ella, también en silencio, con su dulce cara apoyada en la palma vuelta hacia arriba, estaba sentada frente a mí, y cuando me miró a los ojos, supe que ni ella ni yo habíamos hablado con lenguaje humano; pero supe también que su alma había respondido a la mía, y me levanté sintiendo un juvenil y alegre amor que se precipitaba por cada una de mis venas. Ella, con arrebolado rostro, parecía alguien recién despierto de un sueño, y sus ojos buscaron los míos con una mirada de interrogación que me llenó de deleite. Quebramos nuestro ayuno hablando de nosotros mismos. Le dije mi nombre y ella me dijo el suyo: Demoiselle Jeanne d'Ys.
Me habló de la muerte de su padre y su madre y me contó cómo los diecinueve años de su vida había transcurrido en la granja fortificada sola con su nodriza Pelagie, Glemarec René el piqueur, y los cuatro halconeros Raoul, Gastón, Hastur y el Sieur Piriou Louis, que habían estado al servicio de su padre. Nunca había estado fuera de los páramos... nunca siquiera había visto un alma, salvo los halconeros y Pelagie. No sabía cómo habla oído de Kerselec; quizá los halconeros le habrían hablado de ella. Conocía las leyendas del
Loup Garou y Jeanne la Flamme por su nodriza Pelagie. Bordaba e hilaba lino. Sus halcones y sus perros de caza eran la sola distracción que tenía. Cuando me encontró en el páramo había sentido tanto miedo que estuvo a punto de desvanecerse al oír mi voz. Había visto, es cierto, barcos en el mar desde los acantilados, pero hasta donde la vista alcanzaba, los páramos sobre los que cabalgaba estaban del todo desprovistos del menor signo de vida humana. Había una leyenda que le contara Pelagie, según la cual cualquiera que se perdiera en el yermo inexplorado no podría retornar ya nunca, porque el páramo estaba encantado. No sabía si sería cierto, nunca había pensado en ello hasta que me encontró. No sabía si los halconeros habían salido nunca del yermo o si podrían hacerlo si se lo propusieran. Los libros que había en la casa con los que la nodriza Pelagie le había enseñado a leer, tenían centenares de años. Todo esto me contó con una dulce seriedad que rara vez se encuentra en nadie salvo en un niño. Le fue fácil pronunciar mi nombre e insistió, por ser mi nombre de pila Philip, que debía tener sangre francesa. No pareció tener curiosidad por conocer nada del mundo exterior y pensé que quizás éste habría perdido su interés y su respeto por causa de las historias de su nodriza.
Estábamos todavía sentados a la mesa y ella arrojaba uvas a las avecillas del campo que se aproximaban sin temor hasta nuestros pies.
Empecé a hablar de manera vaga de partir, pero ella no quiso oírlo, y antes de yo mismo darme cuenta, le había prometido quedarme una semana y cazar con halcón y perro en su compañía. También obtuve permiso para volver otra vez de Kerselec y visitarla después de mi retorno.
-¡Vaya! -dijo con inocencia-. No sé que haría si jamás regresara.
Y yo, sabiendo que no debía despertarla con el súbito impacto que la confesión de mi amor le habría producido, me quedé sentado en silencio sin atreverme apenas a respirar.
-¿Vendrá muy a menudo? -me pregunto.
-Muy a menudo -le contesté.
-¿Cada día?
-Cada día.
-Oh -suspiró-. Soy muy dichosa... Venga a ver mis halcones. Se puso de pie y volvió a cogerme la mano con infantil inocencia de posesión, y fuimos por entre el jardín y los árboles frutales hasta un prado de césped bordeado por un arroyo. En el prado había esparcidos unos quince o veinte tocones de árboles parcialmente hundidos en la hierba, y en cada uno de ellos, salvo en dos, estaban posados halcones. Estaban amarrados a los tocones por correas que a su vez se ajustaban a sus patas por sobre los espolones con roblones de acero. Una pequeña corriente de puras aguas primaverales fluía por un curso serpenteante a fácil distancia de cada una de las perchas.
Las aves levantaron un clamor cuando apareció la joven, pero ella fue de una a la otra acariciando a algunas, sosteniendo a otras unos instantes en una muñeca o inclinándose para ajustar sus pihuelas.
-¿No son bonitas? -dijo-. Mire, esta es una hembra de halcón peregrino. La llamamos "innoble" porque cobra la presa en caza directa. Este es un halcón azul. En halconería lo llamamos "noble" por que se alza sobre la presa, gira y se deja caer sobre ella desde lo alto. Esta ave blanca es un gerifalte del norte. ¡También es noble! Este es un azor, y este tersuelo es un halcón-garza.
Le pregunté cómo había aprendido la antigua lengua de la halconería. No lo recordaba, pero creía que su padre debía de habérsela enseñado de muy pequeña.
Luego me llevó a otro sitio donde me mostró a los halcones jóvenes todavía en el nido.
-Se llaman niais en halconería -explicó-. Un branchier es el ave joven apenas capaz de abandonar el nido y saltar de rama en rama. El ave joven que no ha mudado todavía la pluma se llama sors, y un mué es un halcón que ha mudado la pluma en cautiverio. Cuando atrapamos a un halcón salvaje que no ha cambiado de plumaje los llamamos hagard. Raoul es quien me enseñó a preparar un halcón. ¿Le enseño cómo se hace?
Se sentó a la orilla de la corriente entre los halcones y yo me eché a sus pies para escucharla.
Entonces la Demoiselle d'Ys levantó un dedo de rosada yema y empezó con suma gravedad.
-En primer lugar hay que atrapar el halcón.
-Estoy atrapado -le respondí.
Ella rió con gracia y me dijo que mi dressage quizá no fuera fácil, pues yo era noble.
-Estoy ya domesticado -le repliqué-: con pihuela y cascabel.
Rió deleitada.
-Oh, mi valiente halcón. ¿Acudirá entonces a mi llamado?
-Soy suyo -contesté gravemente.
Ella permaneció en silencio un momento. Luego el color se le avivó en las mejillas y levantó el dedo otra vez diciendo:
-Escuche; deseo hablar de halconería.
-Escucho, condesa Jeanne d'Ys.
Pero esta vez se sumió en ensueños y su vista parecía fijada en algo más allá de las nubes de estío.
-Philip -dijo por fin.
-Jeanne -susurré yo.
-Esto es todo... eso es lo que deseaba -dijo con un suspiro-. Philip y Jeanne.
Tendió la mano hacia mí y yo la rocé con los labios.
-Gáname -pero esta vez el cuerpo y el alma hablaron al unísono.
Al cabo de un rato continuó:
-Hablemos de halconería.
-Empieza -le repliqué-; hemos atrapado al halcón.
Entonces Jeanne d'Ys cogió mi mano en las suyas y me contó cómo con infinita paciencia se le enseñaba al joven halcón a posarse en la muñeca y cómo poco a poco se acostumbraba a las pihuelas con campanillas y al chaperon a’cornette.
-Primero deben tener un buen apetito -dijo-; luego, poco a poco, les reduzco los alimentos, lo que en halconería llamamos pât. Cuando al cabo de muchas noches pasadas au bloc, que es donde se encuentran ahora estas aves, persuado al hagard que permanezca tranquilo en la muñeca, el ave está entonces preparada para que se le enseñe a ir por su alimento. Fijo el pât en el extremo de una correa o leurre, y enseño al ave a acudir a mí no bien empiezo a girar la cuerda en torno a mi cabeza. En un principio dejo caer el pât cuando el halcón viene y se lo come en tierra. Al cabo de un tiempo aprende a atrapar el leurre en movimiento mientras lo hago girar por sobre mi cabeza, o a arrastrarlo a tierra. Después de esto es fácil enseñarle al halcón a atacar una presa, recordando siempre "faire courtoisie à l'oiseau", esto es, permitir que el ave pruebe la presa.
El chillido de uno de los halcones la interrumpió, y ella acudió a ajustar el longe que se había enrollado en torno del bloc, pero el ave siguió batiendo las alas y chillando.
-¿Qué sucede? -preguntó-; Philip ¿tú ves algo?
Miré en derredor y en un principio no vi nada que pudiera ser causa de la conmoción acrecentada ahora por el aleteo y los chillidos de todas las aves. Entonces cayó mi mirada sobre la roca planta junto a la corriente de la que la joven acababa de levantarse. Una serpiente gris avanzaba lentamente por la superficie de la piedra, y los ojos de su achatada cabeza triangular refulgían como el azabache.
-Una culebra -dijo ella con tranquilidad.
-Es inofensiva, ¿no es así? -pregunté.
Ella señaló el cuello de la negra forma en V.
-Es muerte segura -dijo-; es un áspid.
Observamos al reptil que se arrastraba lento por la tersa roca sobre la que la luz del sol formaba un amplio retazo cálido. Iba a acercármele para examinarlo, pero ella me asió por el brazo gritando:
-No lo hagas, Philip, tengo miedo.
-¿Por mí?
-Por ti, Philip... te amo.
La tomé en mis brazos y la besé en los labios, pero todo lo que pude decir fue:
-Jeanne, Jeanne, Jeanne.
Y mientras ella se apoyaba temblorosa en mi pecho, algo mordió mi pie entre la hierba, pero no hice caso. Entonces, otra vez algo me mordió el tobillo y sentí un agudo dolor. Miré el dulce rostro de Jeanne d'Ys y la besé; luego, con todas mis fuerzas, la alcé en brazos y la arrojé de mi. Luego, inclinándome, arranqué a la víbora de mi tobillo y le aplasté la cabeza con el taco. Recuerdo haberme sentido débil y entumecido... recuerdo haber caído a tierra. A través del creciente velo que me cubría los ojos, vi la cara de Jeanne inclinada junto a la mía, y cuando la luz de mis ojos se extinguió, todavía pude sentir sus brazos en torno a mi cuello y su suave mejilla contra mi boca contraída.
Cuando abrí los ojos, miré a mi alrededor aterrado. Jeanne había desaparecido. Vi la corriente y la roca plana; vi la víbora aplastada en la hierba a mi lado, pero los halcones y los blocs habían desaparecido. Me puse en pie de un salto. El jardín, los árboles frutales, el puente y el patio amurallado habían desaparecido. Me quedé mirando estúpidamente un montón de ruinas desmoronadas, cubiertas de hiedra y grises, a través de las cuales grandes árboles se habían abierto camino. Avancé arrastrando mi pie adormecido y en ese instante un halcón alzó vuelo desde los árboles entre las ruinas y elevándose en círculos apretados, se desvaneció entre las nubes.
-Jeanne, Jeanne -grité, pero la voz se me ahogó en los labios y caí de rodillas entre las malezas. Y, como Dios lo quiso, sin saberlo había caído delante de una capilla desmoronada tallada en piedra consagrada a nuestra Madre de los Dolores. Vi la triste cara de la virgen tallada en la piedra fría. Vi la cruz y los espinos a sus pies, y debajo leí:

ROGAD POR EL ALMA DE LA DEMOISELLE JEANNE D'YS, QUE MURIÓ EN SU JUVENTUD POR EL AMOR DE PHILIP, UN FORASTERO.
A D. 1573

Pero sobre la lápida fría había un guante de mujer, todavía cálido y fragante.

jueves, 3 de diciembre de 2009

La vida ilustrada


Quien no ha educado a su ojo interior, nada sabrá... revisen este material, indispensable en el día a día en


viernes, 27 de noviembre de 2009

La Doctora Kübler-Ross, un pensamiento sobre la vida...y su final


Elisabeth Kubler-Ross, médica psiquiatra, es la autora del reconocido libro `Sobre la muerte y los moribundos`. Se ha ganado un merecido lugar como la autoridad más querida y respetada en este tema. Dedicó la mayor parte de su vida al trabajo con los enfermos terminales y sus familias.

Nació en Zurich , Suiza. Se graduó como médica en la universidad de Zurich en el año 1957. Llegó a los Estados Unidos en el año 1958, comenzó allí su trabajo en un hospital de Nueva York donde se horrorizó por el tipo de tratamiento que recibían los pacientes terminales, `Eran evitados y abusados, nadie era honesto con ellos`.

A diferencia de sus colegas, ella hizo del hecho de acompañar a los enfermos terminales el centro de su tarea, escuchándolos con atención mientras ellos le abrían su corazón. Empezó impartiendo seminarios en los que participaban enfermos terminales que contaban al público acerca de su situación y cómo la atravesaban. Su primer libro `Sobre la muerte y los moribundos` publicado en 1969 hizo de Kubler Ross una autora conocida internacionalmente. `Mi meta era romper con la barrera de negación profesional que prohibía a los pacientes expresar sus más íntimas preocupaciones`, escribía. Elisabeth Kubler-Ross ha dedicado muchos años a dar conferencias por el mundo y ha escrito más de 20 libros en la materia incluyendo: Vivir hasta despedirnos, Los niños y la muerte, SIDA, el útimo desafío y su autobiografía: La rueda de la vida.


Sus libros han sido traducidos a más de 25 idiomas. Ha recibido, también, más de 20 doctorados honoríficos. En 1995, una serie de apoplejías la dejó paralizada de su lado izquierdo y enfrentando la muerte de cerca. Elisabeth Kübler-Ross falleció en su granja de Head Waters (Arizona), EE.UU., a los 78 años, el 25 de agosto de 2004. Dijo antes de morir: `Soy como un avión que ha salido a la pista y no ha despegado, prefiero volver a la terminal o volar de una vez`. Acababa de finalizar su nuevo libro, `Life Lessons` en el que, junto a otro experto en muerte y moribundos, escribe ésta vez acerca de los misterios de la vida y los vivos. Ella dice `Quise, finalmente, escribir acerca de la vida y el vivir.`

Una animación Disney políticamente muy incorrecta

Véanla, porque estas imágenes, realmente muy antiguas, revelan un humor negro, muy negro, del creador de ese irritante roedor con ínfulas de poseer correción política
http://www.youtube.com/watch?v=ZUoGlVVR2xU&feature=related

ÁNIMAS, vídeo danza

¿Existen los fantasmas? y, si existen, ¿qué son? Ambas son preguntas que los seres humanos tratamos de responder incansablemente, sin poder llegar a ninguna conclusión. Tal vez habría que situarse desde el otro lado, el de las ánimas y preguntar a los vivientes "¿Que ves?" "¿Que ves cuando me ves?"
Para quienes quieren sentirse cercanos a esa experiencia, les dejo este vídeo danza. experiméntenlo...
http://www.youtube.com/watch?v=maUkFqS9Vy4&feature=related

jueves, 26 de noviembre de 2009

La amada no enumerada; Heinrich Böll





Ellos han remendado mis piernas y me han dado un puesto, donde puedo estar sentado: cuento las gentes que pasan por el nuevo puente. Les da gusto atestiguar con número su habilidad, se embriagan con esa nada sin sentido de un par de cifras, y todo el día, todo el día, marcha mi boca muda como la maquinaria de un reloj, amontonando cifras sobre cifras, para regalarles por la noche el triunfo de un número. Sus rostros resplandecen cuando les comunico el resultado de mi turno de trabajo; cuanto más alto es el número, tanto más resplandecen sus rostros y tienen motivo para acostarse satisfechos en la cama, pues muchos miles pasan diariamente por su nuevo puente... Pero sus estadísticas no está bien. Me da mucha pena, pero no están bien. Soy un hombre en quien no se puede confiar, aunque entiendo que despierto la impresión de lealtad.
En secreto me produce alegría quitarles uno de vez en cuando, y luego también, cuando siento compasión, regalarles un par de más. Su felicidad está en mi mano. Cuando estoy furioso, cuando no tengo nada que fumar, indico solamente el término medio, algunas veces por debajo del término medio, y cuando mi corazón late, cuando estoy contento, dejo que mi generosidad fluya en un número de cinco cifras. ¡Son tan felices! Me arrancan en cada ocasión el resultado de mi mano y sus ojos se iluminan y me dan palmaditas en el hombro. ¡No sospechan nada! Y luego empiezan a multiplicar, dividir, porcentualizar, yo no sé qué. Calculan cuántos pasarán hoy cada minuto por el puente y cuántos pasarán en diez años por el puente. Aman el segundo futuro; el segundo futuro es su especialidad y, sin embargo, me da mucha pena, todo eso no concuerda...
Cuando mi pequeña amada pasa por el puente -y pasa dos veces por día- mi corazón simplemente se detiene. El incansable latir de mi corazón sencillamente se detiene, hasta que ella dobla hacia la avenida y desaparece. Y todos los que pasan en ese tiempo, los silencio. Esos dos minutos me pertenecen a mí, a mí solo, y no dejo que me los quiten. Y aun cuando ella al atardecer regresa de su nevería -yo he sabido entretanto que trabaja en una nevería- cuando pasa por el otro lado de la acera frente a mi boca muda, que tiene que contar, contar, mi corazón se detiene de nuevo y comienzo de nuevo a contar, cuando ya no se la ve a ella. Y todos los que tienen la suerte de desfilar en esos minutos ante mis ojos ciegos, no entran en la eternidad de las estadísticas: hombres de sombra, mujeres de sombra, seres de la nada, que no marcharán con los demás en el segundo futuro de la estadística...
Está claro que la amo. Pero ella no sabe nada de esto y no quiero tampoco que lo sepa. No debe sospechar, de qué modo tan increíble ella anula todos los cálculos, y ella debe ser inocente y no sospechar nada y con sus largos cabellos castaños y sus tiernos pies marchar a su nevería, y ha de recibir muchas propinas. La amo. Está clarísimo que la amo.
Recientemente me han supervisado. El camarada, que está sentado al otro lado y tiene que contar los autos, me advirtió ya muy pronto y yo hice maldito el caso. He contado como un loco; un cuentakilómetros no puede contar mejor. El superestadístico en persona se colocó allá enfrente, al otro lado, y ha comparado después el resultado de una hora con el resultado de mi hora. Yo sólo tenía uno menos que él. Mi pequeña amada había pasado y jamás en la vida hubiera hecho yo transportar a esa hermosa criatura al segundo futuro; esa mi pequeña amada no debe ser multiplicada y dividida y ser transformada en una nada porcentual. Mi corazón sangraba de tenerla que contar, sin poderla seguir mirando, y al amigo de allá, el que tiene que contar los autos, le estoy muy agradecido.
El superestadístico me ha dado palmaditas en el hombro y ha dicho que soy bueno, confiable y fiel. "Errar uno en una hora", ha dicho "no es mucho. Sin embargo, tenemos en cuenta un cierto desgaste porcentual. Solicitaré que sea usted trasladado a contar carros de caballos".
Carros de caballos es naturalmente una suerte.
Carros de caballos es una alegría como nunca antes.
Carros de caballos hay todo lo más veinticinco por día, y hacer que cada media hora caiga el siguiente número en el cerebro, ¡es una alegría! Carros de caballos sería magnífico. Entre cuatro y ocho no puede pasar ningún carro de caballos por el puente, y podría ir a pasear o apresurarme a la nevería, podría mirarla largamente o podría quizás llevarla un rato hacia casa, a mi pequeña amada no numerada...

Rashomon, cuento de Ryunosuke Akutagawa



Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa1 o nobles con el momiebosh2, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados.
Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.
Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.
Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian.
Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.
"Para escapar a esta maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..."
Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".
Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.
Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño.
Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla?
Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.
Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros.
Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.
El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.
Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente.
A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.
Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.
Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.
-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.
La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:
-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.
Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:
-Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.
La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:
-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas...
Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca:
-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.
Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.
-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.
De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:
-Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.
Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.
Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara.
Abajo, sólo la noche negra y muda.
Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

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